Primera Carta:

Lo pequeño y lo grande

 

 

     
     
     

 

El hermoso consuelo de encontrar el mundo en un alma,

De abrazar a mi especie en una criatura amiga.

                                                                                              F. Hölderlin

 

 

     
     
     
     
     
     
     

 

 

 

Hay días en que me levanto con una esperan­za demencial, momentos en los que siento que las posibilidades de una vida más humana es­tán al alcance de nuestras manos. Éste es uno de esos días.

 

Y, entonces, me he puesto a escribir casi a tientas en la madrugada, con urgencia, como quien saliera a la calle a pedir ayuda ante la amenaza de un incendio, o como un barco que, a punto de desaparecer, hiciera una última y fer­viente seña a un puerto que sabe cercano pero ensordecido por el ruido de la ciudad y por la cantidad de letreros que le enturbian la mirada.

 

Les pido que nos detengamos a pensar en la grandeza a la que todavía podemos aspirar si nos atrevemos a valorar la vida de otra manera. Nos pido ese coraje que nos sitúa en la verdadera dimensión del hombre. Todos, una y otra vez, nos doblegamos. Pero hay algo que no falla y es la convicción de que ‑únicamen­te‑ los valores del espíritu nos pueden salvar de este terremoto que amenaza la condición humana.

 

Mientras les escribo, me he detenido a palpar una rústica talla que me regalaron los tobas y que me trajo, como un rayo a mi me­moria, una exposición "virtual" que me mos­traron ayer en una computadora, que debo re­conocer que me pareció cosa de Mandinga. Porque a medida que nos relacionamos de ma­nera abstracta más nos alejamos del corazón de las cosas y una indiferencia metafísica se adueña de nosotros mientras toman poder en­tidades sin sangre ni nombres propios. Trági­camente, el hombre está perdiendo el diálogo con los demás y el reconocimiento del mundo que lo rodea, siendo que es allí donde se dan el encuentro, la posibilidad del amor, los ges­tos supremos de la vida. Las palabras de la me­sa, incluso las discusiones o los enojos, parecen ya reemplazadas por la visión hipnótica. La televisión nos tantaliza, quedamos como prendados de ella. Este efecto entre mágico y maléfico es obra, creo, del exceso de la luz que con su intensidad nos toma. No puedo menos que recordar ese mismo efecto que produce en los insectos, y aun en los grandes anima­les. Y entonces, no sólo nos cuesta abandonar­la, sino que también perdemos la capacidad para mirar y ver lo cotidiano. Una calle con enormes tipas, unos ojos candorosos en la ca­ra de una mujer vieja, las nubes de un atarde­cer. La floración del aromo en pleno invierno no llama la atención a quienes no llegan ni a gozar de los jacarandáes en Buenos Aires. Mu­chas veces me ha sorprendido cómo vemos mejor los paisajes en las películas que en la realidad.

 

 

Es apremiante reconocer los espacios de encuentro que nos quiten de ser una multitud masificada mirando aisladamente la televi­sión. Lo paradójico es que a través de esa pan­talla parecemos estar conectados con el mun­do entero, cuando en verdad nos arranca la posibilidad de convivir humanamente, y lo que es tan grave como esto, nos predispone a la abulia. Irónicamente he dicho en muchas en­trevistas que “la televisión es el opio del pue­blo", modificando la famosa frase de Marx. Pe­ro lo creo, uno va quedando aletargado delante de la pantalla, y aunque no encuentre nada de lo que busca lo mismo se queda ahí, incapaz de levantarse y hacer algo bueno. Nos quita las ganas de trabajar en alguna artesanía, leer un libro, arreglar algo de la casa mientras se es­cucha música o se matea. O ir al bar con algún amigo, o conversar con los suyos. Es un tedio, un aburrimiento al que nos acostumbramos como "a falta de algo mejor". El estar monóto­namente sentado frente a la televisión aneste­sia la sensibilidad, hace lerda la mente, perju­dica el alma.

 

Al ser humano se le están cerrando los sen­tidos, cada vez requiere más intensidad, como los sordos. No vemos lo que no tiene la ilumi­nación de la pantalla, ni oímos lo que no llega a nosotros cargado de decibeles, ni olemos per­fumes. Ya ni las flores los tienen.

 

Algo que a mí me afecta terriblemente es el ruido. Hay tardes en que caminamos cuadras y cuadras antes de encontrar un lugar donde tomar un café en paz. Y no es que finalmente encontremos un bar silencioso, sino que nos resignamos a pedir que, por favor, apaguen el televisor, cosa que hacen con toda buena vo­luntad tratándose de mí, pero me pregunto, ¿cómo hacen las personas que viven en esta cuidad de trece millones de habitantes para en­contrar un lugar donde conversar con un ami­go? Esto que les digo nos pasa a todos, y muy especialmente a los verdaderos amantes de la música, ¿o es que se cree que prefieren escu­charla mientras todos hablan de otros temas y a los gritos? En todos los cafés hay, o un tele­visor, o un aparato de música a todo volumen. Si todos se quejaran como yo, enérgicamente, las cosas empezarían a cambiar. Me pregunto si la gente se da cuenta del daño que le hace el ruido, o es que se los ha convencido de lo avan­zado que es hablar a los gritos. En muchos de­partamentos se oye el televisor del vecino, ¿có­mo nos respetamos tan poco? ¿Cómo hace el ser humano para soportar el aumento de deci­beles en que vive? Las experiencias con animales han demostrado que el alto volumen les da­ña la memoria primero, luego los enloquece y finalmente los mata. Debo de ser como ellos porque hace tiempo que ando por la calle con tapones para los oídos.

 

El hombre se está acostumbrando a acep­tar pasivamente una constante intrusión sen­sorial. Y esta actitud pasiva termina siendo una servidumbre mental, una verdadera escla­vitud.

 

Pero hay una manera de contribuir a la protección de la humanidad, y es no resignar­se. No mirar con indiferencia cómo desapa­rece de nuestra mirada la infinita riqueza que forma el universo que nos rodea, con sus co­lores, sonidos y perfumes. Ya los mercados no son aquellos a los que iban las mujeres con sus puestos de frutas, de verduras, de carnes, ver­dadera fiesta de colores y olores, fiesta de la naturaleza en medio de la ciudad, atendidos por hombres que vociferaban entre sí, mientras nos contagiaban la gratitud por sus frutos. ¡Pensar que con Mamá íbamos a la pollería a comprar huevos que, en ese mismo momento, retiraban de las gallinas ponedoras! Ahora ya todo viene envasado y se ha comenzado a ha­cer las compras por computadora, a través de esa pantalla que será la ventana por la que los hombres sentirán la vida. Así de indiferente e intocable.

 

No hay otra manera de alcanzar la eterni­dad que ahondando en el instante, ni otra for­ma de llegar a la universalidad que a través de la propia circunstancia: el hoy y aquí. Y enton­ces ¿cómo? Hay que re‑valorar el pequeño lu­gar y el poco tiempo en que vivimos, que nada tienen que ver con esos paisajes maravillosos que podemos mirar en la televisión, pero que están sagradamente impregnados de la huma­nidad de las personas que vivimos en él. Uno dice silla o ventana o reloj, palabras que desig­nan meros objetos, y, sin embargo, de pronto transmitimos algo misterioso e indefinible, al­go que es como una clave, como un mensaje inefable de una profunda región de nuestro ser. Decimos silla pero no queremos decir silla, y nos entienden. O por lo menos nos entienden aquéllos a quienes está secretamente destinado el mensaje. Así, aquel par de zuecos, aque­lla vela, esa silla, no quieren decir ni esos zue­cos, ni esa vela macilenta, ni aquella silla de paja, sino Van Gogh, Vincent: su ansiedad, su angustia, su soledad; de modo que son más bien su autorretrato, la descripción de sus an­siedades más profundas y dolorosas. Sirvién­dose de objetos de este mundo aparentemente seco que está fuera de nosotros, que acaso es­taba antes de nosotros y que muy probable­mente nos sobrevivirá. Como si esos objetos fueran temblorosos y transitorios puentes pa­ra salvar el abismo que siempre se abre entre uno y el universo, símbolos de aquello profun­do y recóndito que reflejan; indiferentes y gri­ses para los que no son capaces de entender la clave, pero cálidos y tensos y llenos de inten­ción secreta para los que la conocen. Porque el hombre hace con los objetos lo mismo que el alma realiza con el cuerpo, impregnándolo de sus anhelos y sentimientos, manifestándo­se a través de las arrugas carnales, del brillo de los ojos, de las sonrisas y de la comisura de sus labios.

 

Si nos volvemos incapaces de crear un cli­ma de belleza en el pequeño mundo a nuestro alrededor y sólo atendemos a las razones del trabajo, tantas veces deshumanizado y compe­titivo, ¿cómo podremos resistir?

 

La presencia del hombre se expresa en el arreglo de una mesa, en unos discos apilados, en un libro, en un juguete. El contacto con cualquier obra humana evoca en nosotros la vida del otro, deja huellas a su paso que nos in­clinan a reconocerlo y a encontrarlo. Si vivi­mos como autómatas seremos ciegos a las hue­llas que los hombres nos van dejando, como las piedritas que tiraban Hansel y Gretel en la esperanza de ser encontrados.

 

El hombre se expresa para llegar a los de­más, para salir del cautiverio de su soledad. Es tal su naturaleza de peregrino que nada colma su deseo de expresarse. Es un gesto inherente a la vida que no hace a la utilidad, que trascien­de toda posibilidad funcional. Los hombres, a su paso, van dejando su vestigio; del mismo modo, al retornar a nuestra casa después de un día de trabajo agobiante, una mesita cual­quiera, un par de zapatos gastados, una sim­ple lámpara familiar, son conmovedores símbolos de una costa que ansiamos alcanzar, co­mo náufragos exhaustos que lograran tocar tierra después de una larga lucha contra la tempestad.

 

Son muy pocas las horas libres que nos de­ja el trabajo. Apenas un rápido desayuno que solemos tomar pensando ya en los problemas de la oficina, porque de tal modo nos vivimos como productores que nos estamos volviendo incapaces de detenernos ante una taza de café en las mañanas, o de unos mates compartidos. Y la vuelta a la casa, la hora de reunirnos con los amigos o la familia, o de estar en silencio como la naturaleza a esa misteriosa hora del atardecer que recuerda los cuadros de Millet, ¡tantas veces se nos pierde mirando televisión! Concentrados en algún canal, o haciendo zap­ping, parece que logramos una belleza o un placer que ya no descubrimos compartiendo un guiso o un vaso de vino o una sopa de cal­do humeante que nos vincule a un amigo en una noche cualquiera.

 

Cuando somos sensibles, cuando nuestros poros no están cubiertos de las implacables ca­pas, la cercanía con la presencia humana nos sacude, nos alienta, comprendemos que es el otro el que siempre nos salva. Y si hemos lle­gado a la edad que tenemos es porque otros nos han ido salvando la vida, incesantemente. A los años que tengo hoy, puedo decir, doloro­samente, que toda vez que nos hemos perdido un encuentro humano algo quedó atrofiado en nosotros, o quebrado. Muchas veces somos in­capaces de un genuino encuentro porque sólo reconocemos a los otros en la medida que de­finen nuestro ser y nuestro modo de sentir, o que nos son propicios a nuestros proyectos. Uno no puede detenerse en un encuentro por­que está atestado de trabajos, de trámites, de ambiciones. Y porque la magnitud de la ciu­dad nos supera. Entonces el otro ser humano no nos llega, no lo vemos. Está más a nuestro alcance un desconocido con el que hablamos a través de la computadora. En la calle, en los negocios, en los infinitos trámites, uno sabe ‑abstractamente‑ que está tratando con seres humanos pero en lo concreto tratamos a los demás como a otros tantos servidores informáticos o funcionales. No vivimos esta relación de modo afectivo, como si tuviésemos una ca­pa de protección contra los acontecimientos humanos "desviantes" de la atención. Los otros nos molestan, nos hacen perder el tiempo. Lo que deja al hombre espantosamente solo, co­mo si en medio de tantas personas, o por ello mismo, cundiera el autismo.

 

He visto algunas películas donde la aliena­ción y la soledad son tales que las personas bus­can amarse a través de un monitor. Por no ha­blar de esas mascotas artificiales que inventaron los japoneses, que no sé qué nombre tienen, que se las cuida como si vivieran, porque tienen "sen­timientos" y hay que hablarles. ¡Qué basura y qué trágico pensar que ésa es la manera que tie­nen muchas personas de expresar su afecto! Un juego siniestro cuando hay tanto niño tirado por el mundo, y tanto noble animal camino a la ex­tinción.

 

Estamos a tiempo de revertir este abandono y esta masacre. Esta convicción ha de poseernos hasta el compromiso.

 

 

La vida es abierta por naturaleza, aun en quienes la barrera que han levantado en tor­no a lo propio pareciera ser más oscura que una mazmorra. El latido de la vida exige un intersticio, apenas el espacio que necesita un latido para seguir viviendo, y a través de él puede colarse la plenitud de un encuentro, co­mo las grandes mareas pueden filtrarse aun en las represas más fortificadas. O una enfer­medad puede ser la apertura, o el desborde de un milagro cualquiera de la vida: una perso­na que nos ame a pesar de nuestra cerrazón como una gota que golpeara incesantemente contra los altos muros. Y entonces la perso­na que estaba más sola y cerrada puede ser ella misma la más capacitada por haber sido quien soportó largo tiempo esa grave caren­cia. Motivo por el cual son muchas veces los que más orfandad han sufrido quienes más cuidado ponen en la persona amada. Amor que nunca se recibe como descontado, que siempre pertenece a la magnitud del milagro. Y esta comprobación que tantas veces hemos hecho en la vida, mal que les pese a algunos psicólogos, es lo que nos alienta a pensar que nuestra sociedad, tan enfermiza y deshumanizada, puede ser quien dé origen a una cul­tura religiosa, como lo profetizó Berdiaev a principios del siglo xx.

 

La medicina es una de las áreas donde pue­de verse una contraola que golpea esta trágica creencia en la Abstracción. Si en 1900 un cu­randero curaba por sugestión, los médicos se echaban a reír, porque en aquel tiempo sólo creían en cosas materiales, como un músculo o un hueso; hoy practican eso mismo que an­tes consideraban superstición con el nombre de "medicina psicosomática". Pero durante mucho tiempo subsistió en ellos el fetichismo por la máquina, la razón y la materia, y se enorgullecían de los grandes triunfos de su ciencia, por el solo hecho de haber reemplaza­do el auge de la viruela por el del cáncer.

 

La falla central que sufrió la medicina pro­viene de la falsa base filosófica de los tres si­glos pasados, de la ingenua separación entre alma y cuerpo, del cándido materialismo que conducía a buscar toda enfermedad en lo so­mático. El hombre no es un simple objeto físi­co, desprovisto de alma; ni siquiera un simple animal: es un animal que no sólo tiene alma si­no espíritu, y el primero de los animales que ha modificado su propio medio por obra de la cultura. Como tal, es un equilibrio –inestable– ­entre su propio soma y su medio físico y cul­tural. Una enfermedad es, quizá, la ruptura de ese equilibrio, que a veces puede ser provoca­da por un impulso somático y otras por un im­pulso anímico, espiritual o social. No es nada difícil que enfermedades modernas como el cáncer sean esencialmente debidas al desequi­librio que la técnica y la sociedad moderna han producido entre el hombre y su medio. ¿El cáncer no es acaso un cierto tipo de crecimien­to desmesurado y vertiginoso?

 

Cambios mesológicos provocaron la desa­parición de especies enteras, y así como los grandes reptiles no pudieron sobrevivir a las transformaciones que ocurrieron al final del período mesozoico, podría suceder que la es­pecie humana fuese incapaz de soportar los ca­tastróficos cambios del mundo contemporá­neo. Pues estos cambios son tan terribles, tan profundos y sobre todo tan vertiginosos, que aquellos que provocaron la desaparición de los reptiles resultan insignificantes. El hombre no ha tenido tiempo para adaptarse a las bruscas y potentes transformaciones que su técnica y su sociedad han producido a su alrededor; y no es arriesgado afirmar que las enfermedades modernas sean los medios de que se está va­liendo el cosmos para sacudir a esta orgullosa especie humana.

 

Nuestro tiempo cuenta con teléfonos para suicidas. Sí, es probable que algo se le pueda decir a un hombre para quien la vida ha deja­do de ser el bien supremo. Yo mismo, muchas veces, atiendo gente al borde del abismo. Pero es muy significativo que se tenga que buscar un gesto amigo por teléfono o por computadora, y no se lo encuentre en la casa, o en el trabajo, o en la calle, como si fuésemos internados en alguna clínica enrejada que nos separara de la gente a nuestro lado. Y entonces, habiendo si­do privados de la cercanía de un abrazo o de una mesa compartida, nos quedaran “los me­dios de comunicación".

 

De la misma manera, cuánto mejor es mo­rir en la propia cama, rodeado de afecto, acompañado por las voces, los rostros y los objetos familiares, que en esas ambulancias que atraviesan como bólidos las calles para ingre­sar al moribundo en una sala esterilizada, en lugar de dejarlo en paz.

 

Con admiración recuerdo el nombre de al­gunos viejos médicos cuya sola entrada sana­ba al enfermo. ¡Cuánta irónica sonrisa mereció esta deslumbrante verdad!

 

Es noche de verano, la luna ilumina de cuando en cuando. Avanzo hacia mi casa en­tre las magnolias y las palmeras, entre los jaz­mines y las inmensas araucarias, y me deten­go a observar la trama que las enredaderas han labrado sobre el frente de esta casa que es ya una ruina querida, con persianas podridas o desquiciadas; y, sin embargo, o precisamente por su vejez parecida a la mía, comprendo que no la cambiaría por ninguna mansión en el mundo.

 

En la vida existe un valor que permanece muchas veces invisible para los demás, pero que el hombre escucha en lo hondo de su alma: es la fidelidad o traición a lo que sentimos como un destino o una vocación a cumplir.

 

El destino, al igual que todo lo humano, no se manifiesta en abstracto sino que se encarna en alguna circunstancia, en un pequeño lugar, en una cara amada, o en un nacimiento pobrí­simo en los confines de un imperio.

 

Ni el amor, ni los encuentros verdaderos, ni siquiera los profundos desencuentros, son obra de las casualidades, sino que nos están misteriosamente reservados. ¡Cuántas veces en la vida me ha sorprendido cómo, entre las multitudes de personas que existen en el mun­do, nos cruzamos con aquellas que, de alguna manera, poseían las tablas de nuestro destino, como si hubiéramos pertenecido a una mis­ma organización secreta, o a los capítulos de un mismo libro! Nunca supe si se los recono­ce porque ya se los buscaba, o se los busca porque ya bordeaban los aledaños de nuestro destino.

 

El destino se muestra en signos e indicios que parecen insignificantes pero que luego reconocemos como decisivos. Así, en la vida uno muchas veces cree andar perdido, cuando en realidad siempre caminamos con un rumbo fi­jo, en ocasiones determinado por nuestra vo­luntad más visible, pero en otras, quizá más decisivas para nuestra existencia, por una vo­luntad desconocida aun para nosotros mis­mos, pero no obstante poderosa e inmaneja­ble, que nos va haciendo marchar hacia los lugares en que debemos encontrarnos con se­res o cosas que, de una manera o de otra, son, o han sido, o van a ser primordiales para nues­tro destino, favoreciendo o estorbando nues­tros deseos aparentes, ayudando u obstaculi­zando nuestras ansiedades, y, a veces, lo que resulta todavía más asombroso, demostrando a la larga estar más despiertos que nuestra vo­luntad consciente.

 

En el momento, nuestras vidas nos pare­cen escenas sueltas, una al lado de la otra, co­mo tenues, inciertas y livianísimas hojas arrastradas por el furioso y sin sentido vien­to del tiempo. Mi memoria está compuesta de fragmentos de existencia, estáticos y eter­nos: el tiempo no pasa, entre ellos, y cosas que sucedieron en épocas muy remotas entre sí están unas junto a otras vinculadas o reunidas por extrañas antipatías y simpatías. O acaso salgan a la superficie de la conciencia unidas por vínculos absurdos pero podero­sos, como una canción, una broma o un odio común. Como ahora, para mí, el hilo que las une y que las va haciendo salir una después de otra es cierta ferocidad en la búsqueda de algo absoluto, cierta perplejidad, la que une palabras como hijo, amor, Dios, pecado, pu­reza, mar, muerte.

 

Pero no creo en el destino como fatalidad, como en la tradición griega, o en nuestro tan­go: "contra el destino, nadie la talla". Porque de ser así, ¿para qué les estaría escribiendo? Creo que la libertad nos fue destinada para cumplir una misión en la vida; y sin libertad nada vale la pena. Es más, creo que la liber­tad que está a nuestro alcance es mayor de la que nos atrevemos a vivir. Basta con leer la historia, esa gran maestra, para ver cuántos caminos ha podido abrir el hombre con sus brazos, cuánto el ser humano ha modificado el curso de los hechos. Con esfuerzo, con amor, con fanatismo.

 

Pero si no nos dejamos tocar por lo que nos rodea no podremos ser solidarios con nada ni nadie, seremos esa expresión escalofriante con que se nombra al ser humano de este tiempo, "átomo cápsula", ese individuo que crea a su alrededor otras tantas cápsulas en las que se encierra, en su departamento fun­cional, en la parte limitada del trabajo a su cargo, en los horarios de su agenda. No pode­mos olvidar que antes la siembra, la pesca, la recolección de los frutos, la elaboración de las artesanías, como el trabajo en las herrerías o en los talleres de costura, o en los estableci­mientos de campo, reunían a las personas y las incorporaban en la totalidad de su perso­nalidad. Fue la intuición del comienzo de es­ta ruptura la que llevó a los obreros del siglo XVIII a rebelarse contra las máquinas, a querer prenderles fuego. Hoy los hombres tienden a cohesionarse masivamente para adecuarse a la creciente y absoluta funcionalidad que el sistema requiere hora a hora. Pero entre la vi­da de las grandes ciudades, que lo sobrepasan como un tornado a las arenas de un desierto, y la costumbre de mirar televisión, donde uno acepta que pase lo que pase, y no se cree responsable, la libertad está en peligro. Tan gra­ve como lo que dijo Jünger: "Si los lobos con­tagian a la masa, un mal día el rebaño se con­vierte en horda".

 

Si cambia la mentalidad del hombre, el pe­ligro que vivimos es paradójicamente una es­peranza. Podremos recuperar esta casa que nos fue míticamente entregada. La historia siempre es novedosa. Por eso a pesar de las de­silusiones y frustraciones acumuladas, no hay motivo para descreer del valor de las gestas co­tidianas. Aunque simples y modestas, son las que están generando una nueva narración de la historia, abriendo así un nuevo curso al to­rrente de la vida.

 

La pertenencia del hombre a lo simple y cercano se acentúa aún más en la vejez cuan­do nos vamos despidiendo de proyectos, y más nos acercamos a la tierra de nuestra in­fancia, y no a la tierra en general, sino a aquel pedazo, a aquel ínfimo pedazo de tierra en que transcurrió nuestra niñez, en que tuvimos nuestros juegos y nuestra magia, la irrecupe­rable magia de la irrecuperable niñez. Y enton­ces recordamos un árbol, la cara de algún ami­go, un perro, un camino polvoriento en la siesta de verano, con su rumor de cigarras, un arroyito. Cosas así. No grandes cosas sino pe­queñas y modestísimas cosas, pero que en el ser humano adquieren increíble magnitud, so­bre todo cuando el hombre que va a morir só­lo puede defenderse con el recuerdo, tan an­gustiosamente incompleto, tan transparente y poco carnal, de aquel árbol o de aquel arroyi­to de la infancia; que no sólo están separados por los abismos del tiempo sino por vastos te­rritorios.

 

Así nos es dado ver a muchos viejos que ca­si no hablan y todo el tiempo parecen mirar a lo lejos, cuando en realidad miran hacia den­tro, hacia lo más profundo de su memoria. Porque la memoria es lo que resiste al tiempo y a sus poderes de destrucción, y es algo así como la forma que la eternidad puede asumir en ese incesante tránsito. Y aunque nosotros (nuestra conciencia, nuestros sentimientos, nuestra dura experiencia) hayamos ido cam­biando con los años; y también nuestra piel y nuestras arrugas van convirtiéndose en prue­ba y testimonio de ese tránsito, hay algo en el ser humano, allá muy dentro, allá en regiones muy oscuras, aferrado con uñas y dientes a la infancia y al pasado, a la raza y a la tierra, a la tradición y a los sueños, que parece resistir a ese trágico proceso resguardando la eternidad del alma en la pequeñez de un ruego.

 

Se ha necesitado una crisis general de la so­ciedad para que estas sencillas pero humanas verdades resurgieran con todo su vigor. Esta­remos perdidos si no revertimos, con energía, con amor, esta tendencia que nos constituye en adoradores de la televisión, los chicos idiotiza­dos que ya no juegan en los parques. Si hay Dios, que no lo permita.

 

Vuelven a mi memoria imágenes de hombres y mujeres luchando en la adversidad, como aquella indiecita embarazada, casi una niña, que me arrancó lágrimas de emoción en el Chaco porque en medio de la miseria y las privaciones, su alma agradecía la vida que llevaba en ella.

 

Qué admirable es a pesar de todo el ser hu­mano, esa cosa tan pequeña y transitoria, tan reiteradamente aplastada por terremotos y guerras, tan cruelmente puesta a prueba por los incendios y naufragios y pestes y muertes de hijos y padres.

 

Sí, tengo una esperanza demencial, ligada, paradójicamente, a nuestra actual pobreza exis­tencial, y al deseo, que descubro en muchas miradas, de que algo grande pueda consagrar­nos a cuidar afanosamente la tierra en la que vivimos.

 

Con todo, mientras digo esto, algo como una visión tremenda me hace sentir que ya pa­só la gran pesadilla, que ya hemos comprendi­do que toda consideración abstracta, aunque se refiera a problemas humanos, no sirve pa­ra consolar a ningún hombre, para mitigar ninguna de las tristezas y angustias que puede sufrir un ser concreto de carne y hueso, un po­bre ser con ojos que miran ansiosamente (¿ha­cia qué o hacia quién?), una criatura que sólo sobrevive por la esperanza.

 

Ya muy cansado, en esta noche de noviem­bre, la araucaria me trae a la memoria el amor que mi amigo Tortorelli tenía por sus árboles. Era conmovedor, llegaba hasta a abrazar algu­no que le recordaba la época en que él mismo había sido guardabosques. Tuvimos la emoción de recorrer con él, por la Patagonia, lugares tan impresionantes como los bosques petrificados, los de arrayanes, y aquellos otros donde se yer­guen árboles milenarios. Nos decía, acarician­do el tronco de esas formidables araucarias y coihues todavía vivos: “Piensen por un momen­to que cuando surgió el Imperio Romano y cuando se derrumbó, cuando los griegos y los troyanos combatían por Helena, este árbol ya estaba aquí, y siguió estando cuando Rómulo y Remo fundaron Roma, y cuando nació Cristo. Y mientras Roma llegaba a dominar el mundo, y cuando cayó. Y así pasaron imperios, guerras interminables, Cruzadas, el Renacimiento, y la historia entera de Occidente hasta hoy. Y ahí lo tienen todavía". También nos dijo que los vien­tos húmedos del Pacífico precipitan casi toda su agua del lado chileno, de modo que un incendio de este lado es fatal, porque los árboles mue­ren y el desierto avanza inexorablemente. Entonces, nos llevó hasta el límite de la estepa pa­tagónica y nos mostró los cipreses, casi retorci­dos por el sufrimiento que, como dijo, "cubrían la retaguardia". Duros y estoicos, como una le­gión suicida, daban el último combate contra la adversidad.

 

Creo en los cafés, en el diálogo, creo en la dignidad de la persona, en la libertad. Siento nostalgia, casi ansiedad de un Infinito, pero humano, a nuestra medida.

 

                                                                                               Ernesto Sábato

 

 

EL UNICORNIO