AL OTRO LADO
RICHARD BACH
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A Tink
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CAPÍTULO 1
l
problema era la portezuela. No quería permanecer abierta. En los Piper Cub la puerta
viene en dos piezas: un trapezoide ancho para la mitad superior, con
plexiglás a modo de ventana, y otro para la mitad inferior, cubierto
de tela amarilla, igual que el resto del aeroplano. La mitad inferior
funciona bien, porque en cuanto se la destraba cae directamente hacia
abajo y su peso la mantiene allí. En cambio, la mitad superior gira hacia afuera
y tiene una traba, pequeña y débil, para mantenerla abierta mientras
el piloto o el pasajero entra en la cabina o sale de ella. La traba
retiene la puerta levantada durante el correteo y el despegue. La vista desde un Cub con la portezuela abierta
es una pantalla panorámica tecnicolor tridimensional con sonido estéreo,
la hierba y las copas de los árboles se alejan, y el corazón remonta
vuelo. El viento corre como un convertible 28 a toda marcha por la curva
de la montaña, con el costado abierto en vez de la capota baja. Para
chapotear en ese viento... Por eso es que la gente como yo disfruta
entre aeroplanos. Sólo que la mitad superior de la portezuela se
cerraba con un golpe. Si superaba los ciento cuatro kilómetros por hora,
la presión del viento podía más que la traba y ¡pam! ahí estaba yo,
en una cabina medio cerrada, aislado de mi río de viento. Fastidioso,
fastidioso. Pasé días enteros pensándolo desde que me encontré
con el problema. No me dejaba en paz. En el trabajo, mientras trataba de escribir, allí
estaba, la imagen de la traba, girando lentamente en el espacio entre
mis ojos y la pantalla del ordenador. Una traba del mismo tipo pero
más grande no era la solución: la fuerza del viento aumenta en proporción
al cuadrado de la velocidad. Yo lo sabía. La portezuela se bajaría a
ciento doce kilómetros por hora, en vez de hacerlo a ciento cuatro. ¿Retirar la puerta? Pensé que no. A veces, en invierno,
durante las tormentas de lluvia... No quiero que el costado del aeroplano
quede perpetuamente abierto. Un gancho, un gancho para puertas mosquiteras.
¿En un avión? ¿Adónde lo atornillaría, a la tela del ala? Mientras vagaba por los pasillos de la ferretería,
la imagen vagaba conmigo. Imanes no, ni trabas a presión, ni fallebas.
Nada serviría. No había modo de sujetar la traba al ala. La imagen se
esfumó cuando me fui a dormir. Por la mañana temprano, apenas despierto, allí
estaba otra vez, flotando, la imagen de la traba. Gemí al verla. ¿Iba
a seguirme por un día más, importunándome por mi ineptitud mecánica? Pero cuando volví a mirar, a mirar con atención,
la traba no era la misma que la del día anterior. De ningún modo. Estaba
sujeta al ala por dos tornillos de expansión modificados, que no se
atornillaban a la tela, sino al marco de aluminio que estaba detrás
de ella. Una abundante superficie de apoyo allí, que sostiene una traba
de diferente diseño, una que se desliza por sobre el marco mismo de
la puerta, como para poner y sacar con un toque, pero que retiene la
portezuela como una morsa. Esa imagen flotó en la luz temprana sólo el tiempo
suficiente para que yo entendiera; luego desapareció. Nada de imágenes
en el aire, nada de problemas que me humillaran, nada de nada. Aire
vacío. No hacía falta que me azuzaran. Manoteé el bloc
de apuntes que tenía junto a la cama e hice el bosquejo del nuevo diseño.
¿Funcionar? ¡Por supuesto que funcionaría! ¿Cómo fue que la fábrica
de Piper Cub no diseñó una traba así en 1939? En cuestión de horas el artefacto estaba hecho, con el bronce de la traba pulcramente taladrado, los pequeños tornillos de expansión reducidos a dos pestañas cada uno y bien atornilladas en su sitio, sobre el ala. Saqué el aeroplano del hangar, lo lancé al aire,
a ciento setenta y seis kilómetros por hora. La puerta, incólume, sólida
como el ala misma. No soy incompetente. Soy un genio del diseño. No
veo la hora de detenerme junto al primer Cub que vea, para examinar
su endeble traba de portezuela y susurrar: “Malo, malo...” a un piloto
que sepa perfectamente lo malo que es y esté dispuesto a dar cualquier
cosa, a cambiar sus mejores guantes de piloto, por una traba que más
o menos funcione. Y ése fue el fin del asunto. Con el tiempo, la
felicidad que me brindaba mi traba se fusionó con una felicidad general;
en la actualidad, si tuviera que dibujarla de memoria, probablemente
no podría hacerlo. Pero antes de que pasara un mes volvió a suceder. Según parece, no había ajustado del todo la tapa
del aceite en el motor del Cub; un día en que volaba alto por sobre
el bosque encontré una súbita corriente descendente, una fuerte sacudida
al aeroplano. En el mismo instante vi pasar un canario junto a la portezuela
abierta. –Qué extraño –dije en voz alta, volviéndome a mirar
la mota amarilla que se perdía de vista–. ¿Qué hace un canario volando
a esta altura y sobre un lugar tan desolado? Finalmente llegué a la conclusión de que debía
ser un canario escapado, libre por fin, flexionando con deleite sus
alitas. Pocos minutos después detecté algunas gotas de
aceite en el montante de sustentación, junto a la portezuela abierta.
Luego, muchas gotas más. Después, aceite en el lado derecho del parabrisas,
láminas de aceite por el costado del avión. Extrañado, me desvié hacia un henar ancho y parejo.
¿Se nos habrá roto un caño de aceite? ¿Qué está pasando? De pronto entendí ¡No era un canario lo que había
pasado sobre el bosque! ¡Era la tapa del aceite! Era mi tapa, pintada
de amarillo canario, y ese aceite era el lubricante de mi motor, que
volaba desde el tanque sin tapa. Era hora de aterrizar. Esa noche, una tapa de aceite giraba en el aire,
entre la pantalla de mi computadora y yo. ¿Cómo haces, Richard, para
asegurarte de no perder nunca más una tapa de aceite? En algún vuelo
futuro no ajustarás con férrea firmeza esa varilla medidora, verás otro
canario y susurrarás: “Oh, no ...”. No puedo atornillarla ni enroscarla con una abrazadera
que, conociéndome bien, terminará dentro del tanque. Tiene que haber
algún modo de asegurarla... Pero la tapa ha sido diseñada simplemente
para enroscarla con fuerza. Y sé que algún día me olvidaré de ajustarla.
¿Cómo evitar que la tapa gire hasta desprenderse y despegue por sí misma
en un último vuelo solitario? Desperté temprano, antes de que aclarara, y encontré
la imagen brumosa tal como estaba la noche anterior, flotando ante mí:
era un problema no resuelto. Pero observé con atención, sin pensar en
nada. Sólo observé. Con paciencia. Entonces sucedió algo extraño. Hubo un susurro
en el aire, la imagen se disolvió y apareció una tapa de aceite distinta.
Y mientras yo la observaba, por unos brevísimos segundos, vi una forma
detrás de la pieza: un encantador rostro humano, entrevisto como se
puede entrever, a través del vidrio, en el momento en que entregan la
correspondencia. La cara de la persona que entrega la correspondencia. En ese instante hubo un destello de sorpresa, al
encontrarse sus ojos con los míos, que observaban; ella ahogó una exclamación
y desapareció. En el aire, centelleante, giraba una tapa de aceite
con un cordón enganchado, de cuero, como el de una bota. Un extremo
se sujetaba a la tapa por una diminuta conexión de alambre; el otro
iba atado a la grapa de la capucha, justo bajo el cilindro trasero derecho
del motor. Con la grapa en su sitio no había modo de que ese artefacto
saliera disparado. Tal vez pudiera aflojarlo algún tornado, pero no
se apartaría del Cub a menos que se desprendiera toda la parte delantera
del avión. Solución simple, definitiva, obvia. Por la noche estaba en el taller; perforé un agujero
diminuto en el costado de la tapa para la conexión, inserté un alambre
para sujetar el cordón, até el cuero a la grapa de la capucha y lo instalé
en el Cub. Funcionaba perfectamente. Aun aflojando la tapa y tirando
con fuerza para arrancharla del tanque, no se deslizaba más de dos o
tres centímetros desde la abertura; la varilla medidora se mantenía
en el tubo de llenado y el cordón no cedía. ¡Sí! ¡Nunca más otro canario! Mientras volvía a la casa, esa noche, me pregunté:
“¿Por qué un cordón de cuero? ¿Por qué no un cable de acero?”. Hoy en
día, en la aviación, todo el mundo usa cables de acero. ¿Por qué se
me había ocurrido de cuero? Mientras me lo planteaba, recordé el momento en
que había aparecido la solución y vi nuevamente esa cara encantadora
y fugaz, con un lápiz de madera para dibujo enhebrado de forma casual
en el pelo oscuro, la sorpresa honda en los ojos pardos al encontrarse
con los míos. Y después, el desvanecimiento instantáneo. Alguien pronunció las palabras con mi voz cuando
me detuve en el camino, recordando. –¿Quién? ¿Era? ¿Ésa? Cerré la boca, pero la pregunta no cesó. ¿Cómo
había podido olvidar esos ojos? Aquello no era una simple visión interior
matutina que había resuelto mis problemas de aviación. ¡Allí había aparecido
una mujer! No se necesita ser un especialista en mecánica
cuántica para imaginar el problema con el que luché esa noche, y al
día siguiente y al otro. El hecho de que algo suceda en una fracción
de segundo no significa que no haya sucedido, como te lo puede decir
cualquier paloma de terracota para tiro al blanco. Y yo había sido destrozado en muchos pedazos por
ese único disparo. No había error. Según me han dicho, nuestra facultad
de reconocer objetos al azar falla en exposiciones inferiores a medio
segundo. En cuanto a objetos geométricos, en menos de una quincuagésima
de segundo. Pero nuestra percepción de una sonrisa se mantiene aun con
un destello de una milésima de segundo, tan sensible es nuestra mente
a las imágenes del rostro humano. A la tarde siguiente piloteé el Cub; desde el suelo
debe haber sido una imagen indolente: el pequeño aeroplano girando con
lentitud, relajadas en el viento sus alas color limón; el motor, apenas
un susurro. Para mí no era indolente. “Podría volar con este
avión a cualquier lugar del mundo”, pensaba. “Con tanques de combustible
de tamaño especial, no hay en el planeta lugar al que un Piper Cub no
pueda llegar”. Pero ¿adónde ir a buscar a la persona que me entregó
ese diseño tan sencillo? Aminoré la marcha del motor en unos cuantos cientos
de revoluciones, hasta impulso cero, con la hélice girando apenas lo
suficiente para hacer fuerza con su propio peso. Con esa potencia el
Cub se convirtió en un planeador pintado de sol, un kayak de nueve metros
navegando a la deriva por el cielo. Se elevaba y descendía suavemente
en las olas de aire que pasaban bajo sus alas. Si mi encantadora mensajera existía en algún lugar,
¿por qué no la había visto resolver el primer problema? ¿Por qué no
la vi alcanzarme la traba para la portezuela por correo especial? Fruncí
el entrecejo al recordar. Cuando vi la traba no había quedado rastro
alguno de un mensajero, sólo el mensaje mismo, elegante solución a un
problema encerrado en la mente. Había estado esperando que yo despertara,
abriera los ojos y tomara nota. El Cub giraba, suave y lento como un ave marina,
sobre tierras de cultivo que parecían un edredón a cuadros dorados en
la tarde. Siguió el ronroneo de su pequeño motor y se elevó quince metros
en una ola de aire cálido; la cruzó mientras agitaba el cielo con una
estela invisible, y surcó serenamente el canal más fresco que venía
luego. Era un día encantador para navegar por el aire.
Mi espíritu estaba en otra parte. Por supuesto. La primera vez no la vi porque ya
se había ido; la mensajera, tras dejar su paquete, había continuado
su camino. La segunda vez, en cambio, el cliente estaba esperando su
correspondencia. Yo la había estado esperando. “Si aguardamos lo suficiente
junto a nuestro buzón”, pensé, “¿podemos sorprendernos cuando aparece
el cartero?” Era perfectamente lógico, el problema estaba resuelto:
quién era ella, por qué yo la había visto. Las respuestas, desde luego, no resuelven nada.
El misterio no consistía en descubrir diseños para arreglar mi avión.
El misterio se había tornado tan profundo como el mismo cielo: ¿de dónde
surgían esos diseños? Hace mucho tiempo aprendí que todo es exactamente
como es por una razón. La migaja queda en nuestra mesa no sólo para
recordarnos la galleta de esa mañana, sino también porque hemos decidido
no quitarla. No hay excepciones. Todo tiene un motivo y el detalle más
ínfimo es una clave. Desde la altura, literalmente, surge la perspectiva.
La cabina de un pequeño aeroplano, una vez que se convierte en hogar,
es un nido perfecto donde resolver los problemas. La sorpresa en sus ojos. Si ella es el cartero,
¿por qué se sobresalta al encontrarse con el destinatario que está esperándola? El Cub flotó en torno de una pequeña nube. Más
avanzada la tarde ese pompón sería un gigante: enorme, imponente. Por
ahora era sólo una oveja esponjosa y juguetona que corría junto a mis
alas. “Se sobresaltó porque no sucede nunca”, pensé.
“Se supone que, cuando ella entrega la correspondencia, sus clientes
están durmiendo. Cuando uno en un millar está bien despierto y la mira
fijamente cuando llega, por supuesto que se sobresalta.” El lápiz en su pelo. En su lugar, ¿por qué tendría
un lápiz ahí? Porque lo uso prácticamente a cada momento. Porque
lo uso tan a menudo que alargar la mano para tomarlo es una pérdida
de tiempo. Pero, ¿por qué uso tanto el lápiz? A la distancia, a ochocientos metros, un avión
de aprendizaje Cessna. Hice oscilar las alas del Cub. Hola, te tengo
a la vista. Para mi sorpresa, las alas del Cessna también oscilaron.
Es una antigua costumbre de los aviadores, no muy practicada en estos
tiempos. ¿Por qué necesito el lápiz tan a menudo que prefiero
ensartármelo en el pelo? Porque hago muchas líneas sobre el papel. Porque
me paso el tiempo dibujando. Porque soy diseñador. De partes. ¡De piezas de
avión! “No puede ser”, pensé. “Los diseñadores no usan
lápices. Usan computadoras. Hacen sus bosquejos con máquinas para diseño
asistido por computación, o sea CAD, con un mouse y una pantalla. Si
no usas CAD no eres diseñador; has sido arrollado por el progreso.” Por entonces, al calentarse la tierra, las ondas
del océano aéreo aumentaban de tamaño. De vez en cuando una ola de calor
ascendente rompía bajo el morro del Cub con un estremecimiento y una
sacudida, lanzando una llovizna de gotas celestes a tres metros en el
aire. “Su pelo”, pensé, “recogido en oscuro volumen y
sujeto en la nuca; no lo hace para lucir anticuada. Es toda practicidad;
esta persona no finge ser lo que no es. Hay un motivo...” Volví a vivir ese momento. ¿Qué otras claves? ¿Qué
había pasado por alto? La boca apenas abierta, en gesto de sorpresa.
Un cuello blanco, recatadamente abotonado, un broche oscuro de forma
oval engarzado en plata a la altura del cuello. El lápiz de madera sin
pintar, sin goma, listo para usar. Luz amarilla en el fondo, el color
del sol contra la madera. Nada más. Los ojos encantadores. Pude observar que ése no era el cubículo muy iluminado
de una división can dentro de alguna gran empresa. Era casi como si...
¿Por qué una diseñadora muy práctica y eficiente utilizaría el lápiz
con tanta frecuencia como para tenerlo en...? Usaba lápiz, me dije, porque no tenía computadora. ¿Por qué no tenía computadora? Hay una razón para
todo. ¿Por qué el cuello recatado, el broche? ¿Por qué vestía de modo
tan diferente a las demás? ¿Por qué la luz amarilla? En el indolente Cub, a ochocientos metros de altura,
erguí bruscamente la espalda. Mi diseñadora no tiene CAD porque las computadoras
no han sido inventadas. Usa ropas anticuadas no para diferenciarse de
quienes la rodean, sino para ser igual. Si parece salida del ayer es
porque viene de un tiempo diferente. Mi pequeña navegación terminó súbitamente. Apagué
el motor, puse el Cub en posición invertida y me dejé caer como un clavadista
hacia la tierra. Tenía que volver al suelo, sacudirme la bruma de otro
mundo del vuelo. Debía descubrir si lo que sabía podía ser la verdad.
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CAPÍTULO 2
uien
dijo: “El placer está en el viaje y no el la llegada” no iba camino al otro
lado del tiempo. Una semana después de
mi vuelo en el Cub no me había acercado un centímetro al sitio del que
provenían las imágenes de mis piezas para aeroplano. Ni una sola vez
volví a ver el rostro de esa encantadora mensajera. Mi curiosidad, mi
deseo de espiar su mundo, eso era mi problema; ella parecía estar diciéndome
algo; no tenía intención alguna de ayudarme en un plan no autorizado
por su empleador. A juzgar por las evidencias que pude reunir en toda
una semana de astutas planificaciones para que apareciera, ella no existía. Por la noche me acurrucaba en el sofá, frente a
mi pequeño hogar, contemplando las llamas. Cuando entrecerraba los ojos,
la luz parecía parpadear también en algún otro lugar: un cuarto con
sillas de cuero de respaldo alto. No veía las sillas, pero las percibía,
percibía la presencia de otros en la habitación, un murmullo indistinto
de voces, alguien que pasaba caminando, sin reparar en mí, no muy lejos.
Sólo veía el fuego y sombras en un cuarto que no era el mío. Sacudí la cabeza y la visión, frágil, se desintegró. Después de un rato se me ocurrió una respuesta.
Para incitarla a regresar, ¡basta con que le presente un problema para
resolver! Y cuando se acerque con la solución, allí estaré para pedirle
que espere. De inmediato me dediqué a diseñar un juego de cuñas
para las ruedas del avión. ¿Necesitaba algo que se plegara en caso de
que el viaje sufriera un colapso y que también pudiera mantener al Cub
en una tormenta de viento? Imaginé algunas cuñas lamentables, que flotaron
en mi mente antes de dormir, como señuelo. Nada. Al llegar la mañana aún estaban allí las
mismas cosas endebles y miserables. Las deseché. A la noche siguiente
le pedí ayuda para inventar algo que impidiera la entrada de la lluvia
en el tanque de combustible, algo que no fuera una lata de tomates invertida.
¿Algo de aluminio, quizá? Silencio. No hubo respuesta. Se mantenía indiferente
a los problemas fingidos, a diseños para cuñas cuando lo mejor eran
las de madera, a tapas de combustible para un avión que está siempre
en el hangar, a montajes sin terminar cuyo verdadero objetivo era tentarla
a mostrarse otra vez. Por la mañana todos flotaban delante de mí tal
como la noche anterior; eran sólo señuelos y no me interesaban, a menos
que pudieran mostrarme sus ojos una vez más. Después de dos semanas tuve la idea de que esa
forma quedaría sin respuesta por años; afligido por eso, en la aurora
silenciosa me disculpé por haber tomado el camino incorrecto. Había
cubierto con un manto de ardides mi deseo de verla. ¿Qué esperaba conseguir
con engaños? ¿Que ella se presentara, confiada, a decirme “hola” de
un lado del tiempo al otro? Un mes después, aún pasaba las veladas contemplando
el fuego, el viejo reloj de la repisa, reconstruyendo lo sucedido paso
a paso. Esos diseños habían surgido de algún lugar; cada uno de ellos
estaba instalado en ese momento en mi Piper J-3C, felizmente tridimensional,
que pasaba en el hangar ese invierno de 1998. Yo no los inventé; cuando aparté los problemas
para dormir no tenía idea de cómo resolverlos. No eran travesuras holográficas
de algún vecino que apuntara secretamente con un proyector láser a través
del alba. No eran alucinaciones. Eran simples pero ingeniosos... Eran
diseños funcionales que resolvían problemas reales.
Además pensé que no llevaban ningún adorno moderno.
Nada de materiales ni procesos exóticos, nada de sutiles advertencias
de riesgo, nada que sugiriera determinadas bases de datos computadas
para mecanismos enmarañados. Su cara me perseguía. Expeditiva, práctica, tan
completamente concentrada en el trabajo, en hacer bien lo suyo, que
con sólo verse observada por mí se borraba, desaparecía. Estudié las llamas, la danza de las sombras. Hay
un lugar. Hay una habitación, tan sólida, tibia e invariable en su mundo
como este cuarto lo es en el mío. No es Aquí, es Cuándo... –Muy bien, Gaines, prueba por la mañana, si quieres.
Llévate el Efe-Zeta-Zeta. Y a ver si lo traes en una sola pieza. No fue dicho en voz alta, no era alguien que hablara
junto al sofá. Lo que me sobresaltó fue la naturalidad cotidiana de
las palabras que sonaban en mi cabeza; el filo de vidrio de esa frase
tan sencilla cortó mi calma. Sentí un cosquilleo en la nuca. –¿Qué? –como si al tomarla por sorpresa, al gritar
en mi sala silenciosa como un sepulcro, pudiera obtener alguna respuesta–.
¿Qué? El reloj seguía andando, midiendo cuidadosamente
el tiempo. Solo en la casa, no me importaba quién me oyera. –¿Efe–Zeta–Zeta? No hubo respuesta. –¿Gaines? Toc, toc, toc, toc. –¿Estás jugando conmigo? –Se apoderó de mí una
cólera anhelante–. ¿Qué juego es éste?
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CAPÍTULO 3
espués
de unas semanas, yo sabia lo obvio.
No iba a resolver mi examen con prepotencia, golpeándolo ni implorándole
que hiciera algo a lo que se oponía. Apareció la pregunta: ¿era posible
que la búsqueda de una traba efectiva para la portezuela me hubiera
hecho perder la cordura? Esa fantasía era un callejón sin salida, ¿cómo
iba a saberlo? Como último recurso, en las raras ocasiones en
que las cosas no marchan bien para mí, arrastro mi saco de dormir hasta
el Cub, pongo en marcha el motor, vuelo por sobre un horizonte hacia
el crepúsculo y aterrizo en una pradera para pasar la noche. Entonces
contemplo el cielo, atento el oído a las voces de amigos que no puedo
ver. A veces la única manera de triunfar es rendirse.
Y rendido me tendí en la hierba, bajo el ala de mi pequeño bote aéreo,
interrogando a las estrellas. –Si he de entender lo que me está sucediendo –susurré
hacia Arturo–, muéstrenme lo que debo saber. No comprendo cuál es el
próximo paso. Es de ustedes. Lo dejo ir. Una levísima brisa susurró
a su vez, viento entre hierba que suspiraba desde hacía un millar de
años. –Déjalo ir. |
CAPÍTULO 4
stoy
tendido en la noche; la oscuridad es una
manta que me arropa; respiro lenta, lenta y profundamente. Me relajo.
El misterio no es tuyo. No tienes que resolver nada. Lo que es, es.
Tu tarea: estar quieto. Tu misión: estar callado. Adentro, aire profundo; espera; afuera, aire lento.
Larga, lenta espera. Aire fresco, adentro; espera; aire tibio, afuera.
Mi única responsabilidad es ser. El aire oscuro se arremolinaba a mi alrededor,
a través de mí; la noche se convertía en mí. Una curiosa sensación de
ascenso, de perder peso y de fundirme en el mismo instante, infinitamente
pesado, con la tierra. Mientras miraba, apenas percatándome, la escena
empezó a deslizarse a mi alrededor, tal como se desliza afuera el panorama
nocturno cuando el tren empieza a moverse. Un levísimo susurro de aceleración,
inaudible en la oscuridad. “No te preocupes, Richard”, pensé; “no tiene
importancia. Permite. Acepta.” Tan confortante era el pensamiento que
no me importó que los muros de mi espacio estuvieran cambiando. Todo
estaba bien. Respiraba con calma, lentamente, sin preocuparme;
ante mí, un suave resplandor. Cuando los muros se detuvieron sin ruido
ya había aclarado. Yo descansaba sobre hierba esmeraldina, abajo un
cielo intenso. El Cub y la noche habían desaparecido. Estaba tendido
cerca de un sendero, en una elevación del terreno, y me recordaba: “lento,
sin prisa, toma tu tiempo”. Muy cuidadosamente me incorporé hasta quedar
sentado y después, de pie. En ese momento, subieron truenos distantes
detrás de mí. Me volví y observé. El techo del hangar era un arco largo y poco profundo,
de quince metros de altura. Debajo del arco, una ancha banda de ventanas,
cientos de ventanas. Debajo de las ventanas, puertas gigantescas, de
nueve metros de altura. El trueno, intenso y bajo, era el ruido de una
de esas enormes puertas al abrirse. Observé sin moverme. Voces a la distancia, ininteligibles. Una risa.
Los hombres usaban ropa de trabajo blanca. “Son mecánicos”, pensé; luego
corregí: “Son ingenieros”. El rumor intenso continuaba, un alto rectángulo
negro del interior que se iba ensanchando. Al fin el rumor cesó y la
puerta quedó abierta. Cerca, un pájaro entonó cuatro notas repentinas
hacia el sol, un canto que no reconocí. Entonces surgió un avión desde el interior del
hangar: un pequeño biplano abierto, gradualmente remolcado hacia el
día. Las alas plateadas, el color del metal escamado por el torno. Un
fuselaje de menta polvorienta, de nuevo las superficies plateadas del
timón de cola y de los elevadores. Un mecánico tiraba de cada punta
de ala; otro, junto a la cola, empujaba una carretilla sobre la que
descansaba el patín de cola. La brisa traía sus voces, aunque la distancia mezclaba
los sonidos y no pude entender ni una palabra. Sé mucho de aeropuertos y los amo; los aeropuertos
siempre han sido para mí un hogar, no importa el punto del planeta en
que me encuentre. Nada en qué pensar, entonces. Eché a andar a lo largo
del camino, rumbo al hangar. “No es un Thomas-Morse Scout”, pensé. “¿Es un Avro
504? Una máquina que ,nunca he visto en persona; la conozco sólo por
fotos. ¿Estoy en Inglaterra?” Campiña suavemente ondulada, dos kilómetros cuadrados
de césped parejo en torno del hangar. Ni pistas de despegue ni de circulación.
No es lo que se dice un aeropuerto, sino un aeródromo. El camino se curvó a la derecha; luego, otra vez
a la izquierda. Por un rato el hangar quedó oculto por un seto que bordeaba
el sendero. Cuando desapareció me sentí nervioso, como si al perder
esa brújula pudiera ser derribado en la oscuridad. Pero pocos minutos después el seto se redujo a
una hilera de flores plantadas con cuidado: prímulas. Primaveras las
llamarían aquí. Ahora el hangar se alzaba a mi izquierda, enorme.
Frente a él había un edificio de madera y piedra; a la izquierda, un
aparcamiento. Allí donde me detuve otra vez. En la grava había siete
vehículos motorizados. No reconocí ninguno. Pequeños casi todos, algo
cuadrados, de metales opacos y de metales brillantes. Los automóviles
nunca han sido mi pasión. Ojalá pudiera describirlos mejor. Pero hasta
yo podía determinar la época a la que correspondían... un período posterior
a 1910 y anterior a 1930. Una motocicleta desmañada, casi una bicicleta
a motor, pintada de verde oliva, se mantenía en equilibrio sobre un
frágil sostén. El sendero rodeó el aparcamiento y se convirtió
en una acera de adoquines, que se convirtió en un breve tramo de peldaños
de madera, que se convirtieron en una senda techada hacia un gran edificio
construido contra el hangar. Un letrero tallado en madera junto a los
peldaños que conducían a la senda, las primeras palabras que veía en
ese lugar: Aviones
Saunders-Vixen S.R.L.
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CAPÍTULO 5
nte
los peldaños me detuve, con la mano en la barandilla. Sabía que mi cuerpo descansaba soñando
más atrás en la hierba, respirando profundamente, bajo las estrellas.
Sabía que podría despertar cuando quisiera. Sabía que cuanto tenía a
la vista era mi propia imaginación. Pero hacía ya mucho tiempo que había
desechado la frase “sólo imaginación”. Convencido de que todo en el
mundo físico es imaginación disfrazada de sólido, no iba a despertar
de ese lugar ni a restarle importancia. “Es tan real y tan irreal como el mundo de mi vigilia”,
pensé. “Sólo necesito saber dónde estoy y qué significa este lugar.” En el extremo de la pasarela de madera, bajo el
letrero de Saunders-Vixen, se abrió la puerta y apareció un joven que
llevaba un rollo de papel vegetal. Estaba seguro de que él no podía
verme, pues yo no pertenecía a su tiempo. Estaba viendo ese sitio en
mi mente, sin afectarlo en modo alguno. Lo estudié mientras se acercaba. Vestía un traje
de mezclilla, con trama cruzada de un suave color beige, camisa de cuello
blanco, corbata oscura con un dispositivo de alambre dorado para que
no se levantaran las puntas del cuello. En la manga de la chaqueta tenía
una mancha que parecía de aceite lubricante. Rubio, alegre, silbó durante un momento por lo
bajo, con la cara de un formal estudiante de comercio. Lo observé sin
moverme mientras se aproximaba, apreciando todos los detalles. En el
bolsillo, dos lápices y una estilográfica. “Demasiado joven para ser
un ejecutivo”, pensé. ¿Era dibujante, algún tipo de ingeniero? Aminoró
el paso al final de los escalones y casi pareció que me miraba, como
si percibiera mi presencia. “Algo de intelectual”, pensé; “no pasa mucho tiempo
al aire libre.” Aspecto de tener una mente desarreglada, no del todo
ordenada. En vez de caminar a través de mí, se detuvo y me
miró directamente. –Buenos días –dijo–. ¿Me permite, por favor? Me sobresalté. –¿Yo? –Sí. ¿Puedo pasar? –¡Claro! Por supuesto –dije–. Cómo no. Discúlpeme. –Gracias. El rollo de papel vegetal me rozó el suéter con
un sonido crepitante. Un momento después, mientras yo me recuperaba de
la sorpresa, se oyó la patada y el ruido de la motocicleta, que se ponía
en marcha detrás de mí; cuando me volví, el joven se estaba poniendo
un par de antiparras. Casco no, sólo las anticuadas antiparras. El motor,
en punto muerto, despedía bocanadas irregulares de humo azul. Me miró por un momento, inexpresivo, más atento
al motor que a mí; luego saludó con la cabeza, agitó la mano y, con
un bufido de acelerador, partió por el camino hacia la ruta. Finalmente
el ruido se apagó entre los arbustos y se hizo nuevamente el silencio. “Saunders-Vixen”, pensé.
“Nunca
he oído mencionar esa fábrica de aviones, pero aquí está.” Subí la escalera, escuchando el sonido: zapatos
contra madera. Ni fantasmagórico ni invisible. Hacia adentro, la antesala de una oficina, un mostrador
bajo, un escritorio de madera oscura, una recepcionista de pie ante
un archivero de roble, que se volvió cuando entré. –Buenos días, señor –dijo–. Bienvenido a Saunders-Vixen. Su manera de vestir no era muy diferente de la
mujer de mi correo psíquico. Falda larga y oscura, blusa blanca con
muchos botones y muchas alforzas ceñidas, un pequeño camafeo de coral
a la altura del cuello. Pelo rubio oscuro, recogido apretadamente en
un moño sobre la nuca. –Buenos días –sonreí–. ¿Me esperaba? ¿Sabe quién
soy? –Déjeme adivinar –dijo ella, fingiendo solemnidad–.
¿Es un diseñador de aeroplanos? ¿Le ha llevado mucho tiempo encontrarnos?
Ahora que está aquí, ¿le gustaría visitar la planta? Tuve que reír. –¿No soy el primero? Ella pulsó un botón. –Señor Derek Hawthorne –dijo–, tiene un visitante
en el escritorio de recepción –levantó la vista–. De ningún modo es
el primero, señor. Encontrarnos es difícil, pero no imposible. Afuera se sintió el resoplido apagado de un motor
que arrancaba con el acelerador a fondo, se apagaba y volvía a arrancar.
Comprendí que era un motor rotativo. Habían puesto en marcha el Avro.
Eso sería... ¿1918?
Detrás del escritorio se abrió una puerta, entró
un joven. El pelo oscuro, la cara ancha y franca de quien no tiene nada
que ocultar. Traje de mezclilla, bufanda de seda blanca, chaqueta de
cuero para pilotos; me vio escuchar el sonido. –Ése es el Morton que arranca. Motor viejo. Si
no se acelera a fondo, se apaga. Su apretón de manos fue firme. “Años en la planta
de montaje”, pensé. –Richard Bach –dije.. –Derek Hawthorne, de Saunders-Vixen, Limitada,
a su servicio. ¿Nos ha visitado anteriormente? Miró a la recepcionista, que meneó la cabeza: un
callado “no”. –Está en un 1923 paralelo, por supuesto. –Supo
que yo no entendería, vio venir mi pregunta–. No es su pasado, pero
corre junto con su tiempo. Parece complicado, pero en realidad no lo
es. Derek Hawthorne recogió una chaqueta de cuero que
colgaba de un perchero cerca de la puerta y me la alcanzó. –Supongo que esto le va a hacer falta. Todavía
hace algo de frío. “En la imaginación”, pensé, “puede suceder cualquier
cosa.” Sin embargo, era la primera vez que mi imaginación me veía también
a mí. Acepté la chaqueta, que tenía una etiqueta con
letras doradas en la cara interior del cuello. Leí: “Chaqueta usada
en agradecido homenaje al querido animal que dio su vida terrena para
proteger a un aviador del viento y el frío”. Lo miré. Él asintió sin sonreír. Sin sonreír, agradeciendo en silencio a una vaca
que no me había sido presentada, me la puse. Hawthorne abrió la puerta entre la sala de recepción
y un largo pasillo que conducía al hangar, un pasillo de madera oscura,
con pinturas de aviones. –Apostaría a que usted quiere ver nuestras máquinas. –Sí, pero ¿una pregunta? –Por supuesto. Podemos parecer un poquito misteriosos
al principio, pero no es así. Por el pasillo, pasamos frente a varias puertas:
Ventas, Comercialización, Contaduría, Motores y Sistemas, Diseño de
Fuselaje, CAD. En el momento en que cruzábamos ante esa puerta, se abrió
y allí, mirando hacia arriba, con el lápiz enhebrado en el pelo, ojos
oscuros como la noche, estaba la cara que yo había visto desde otro
tiempo. –¡Oh! –dijo. En ese instante el mundo desapareció.
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CAPÍTULO 6
omo
si hubiera caído de un tejado, desperté bruscamente en el henar, bajo estrellas que parpadeaban
más allá del ala del Cub. La noche estaba fría como el acero. –¡Ay! –dije, hecho una bola de frustración–. ¡Bah! Busqué la linterna y mi diario, dejé a un lado
el frío y escribí cuanto había visto y oído: la mañana en Inglaterra,
los hangares de la Compañía Aviones Saunders-Vixen, S.R.L., el aparcamiento,
el edificio, escritorio, mostrador, recepcionista, Derek Hawthorne,
todos los detalles. La cara que había hecho desaparecer el mundo. Estremecido, busqué fuera de mi saco de dormir
la cubierta del motor del Cub y me envolví en ella. Era un recuerdo delicioso, ese momento, ese rostro,
y corrí de regreso a mi imaginación. Pero aunque gradualmente entraba en calor bajo
la cubierta del avión, en mi mente sólo encontraba preguntas. ¿Qué es
Saunders-Vixen? ¿Por qué existe? ¿Qué tiene para decirme? ¿Quién es
esta mujer? ¿Cómo hago para regresar? Preguntas, durante todo el amanecer. Ninguna respuesta.
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CAPÍTULO 7
omo
él había dicho con tanta normalidad, fingí que era un asunto normal. Existe una dimensión,
paralela a la nuestra, en la cual todavía es algo así como 1923. En esta dimensión existen hangares y oficinas,
motocicletas y automóviles, gente que se gana la vida trabajando con
aviones: los diseña, los fabrica, los pone en funcionamiento, los vende
y los repara. Sin duda existen también granjas, pueblos y ciudades,
pero yo sólo había imaginado con certeza las instalaciones de la Compañía
Aviones Saunders-Vixen, S.R.L., y las personas que trabajaban allí. Había diferencias curiosas. Ese 1923 no era el
nuestro. La moda de las mujeres, por ejemplo, era más de nuestro 1890
que de 1920. Sin embargo, su conciencia y la tranquila satisfacción
de vivir en un mundo paralelo al nuestro eran considerablemente más
avanzadas que las mías frente a semejante idea. Sin poder escribir, con el Cub de nuevo en el hangar,
la lluvia castigando el techo, contemplé nuevamente el fuego desde la
comodidad de mi sofá, un sitio del que no me había movido en varias
horas. Computadoras no, de eso estaba seguro. Sin embargo,
la puerta por la que ella había salido decía CAD, en letras negras sobre
vidrio estriado. Desconcertante. Sonreí. Debíamos dejar de encontrarnos así, con
ella siempre sobresaltándose ante mis ojos antes de percatarse de que
la observaba. Las palabras se repetían en la mente: “Encontrarnos
es difícil, no imposible”. Otros habían estado allí. Tantos otros que
nos llamaban clientes y no se sorprendían ni se asustaban al vernos
aparecer en la oficina. ¿Clientes? ¿Parroquianos? Ella había dado por
sentado que yo era diseñador. ¿Para qué quería una fábrica de aviones
de un tiempo paralelo tener una clientela de diseñadores en nuestro
tiempo? Entorné los ojos frente al fuego. Hazlo simple,
Richard. Simple lógica. Porque presta algún servicio a los diseñadores. ¿Qué posible servicio? El fuego se iba consumiendo.
¿Qué servicio me había prestado Saunders-Vixen? Contuve el aliento. ¡Los diseños, por supuesto!
Cada vez que me empantanaba en un problema de diseño para el Cub (la
traba de la puerta, lo que retiene la tapa del lubricante) despertaba
por la mañana con la respuesta ya completa. Saunders-Vixen, de algún modo, se dedica ... ¿a
qué? ¿A la comunicación psíquica? ¿A los amplificadores de la intuición?
¿A las ideas geniales? ¿Saunders-Vixen proporciona ideas geniales repentinas
a los diseñadores de aviones que se encuentran empantanados en algún
problema? ¿Han construido toda una empresa en un tiempo alternativo
con el fin de regalarme una traba para portezuela? Por algún motivo, eso no me parecía del todo racional
y finalmente me di por vencido. ¿Qué importancia tenía? Ahora la fascinación
estaba en regresar para explorar lo que podía ser esa empresa, quizá
para conocer la mente oculta detrás de ese rostro que tanto me había
encantado, la mujer de can. Difícil de hallar, no imposible. El fuego se convertía
gradualmente en brasas. A veces, en la vida, me impresiona lo importante
que es no dificultarnos demasiado las cosas. “Richard”, pensé, como
se reflexiona con un niño de seis años, “¿cómo hiciste antes para encontrar
ese lugar?” “Bueno, me tendí bajo el ala del Cub e imaginé
que me deslizaba hacia otro tiempo...” “¿Y cómo supones”, pensé pacientemente,
“que podrías hallar el camino de regreso?” “Tendiéndome bajo el ala...” Agregué pacientemente: “¿Necesitas el Cub? ¿Es
indispensable el ala física?”. “Poniéndome muy cómodo”, pensé, “cerrando
los ojos e imaginando...” No hubo más insinuaciones provenientes de mi adulto
interior. Me acomodé en el sofá. Una inspiración lenta y
profunda para relajar el cuerpo. Una inspiración lenta y profunda para
relajar la mente, para limpiar la pantalla de todo pensamiento. Una inspiración lenta y profunda para recordar
dónde había estado... El fuego desapareció. –Hola, ¿todavía está con nosotros? –Derek Hawthorne
alargó la mano para sujetarme por el hombro–. Está tambaleando un poco. Sacudí la cabeza. –Estoy bien, gracias –dije–. Estoy bien. La mujer me miró suavemente con esos ojos oscuros. –Se hace más fácil cuanto más se practica –dijo. Hawthorne la observó, me observó. –Señorita Bristol, tengo el gusto de presentarle
al señor Richard Bach. –Laura –dijo ella, teniéndome la mano. Hawthorne contuvo una exclamación de asombro ante
tanta informalidad. –Ya nos conocemos –agregó ella, con una sonrisa
que lo dejó asombrado. –Así es –dije. Era alta, su coronilla a la altura de mi hombro,
la cara vuelta hacia arriba, la sonrisa. No parecía tan práctica como
en el fugaz instante en que nos habíamos conocido. –La traba de la portezuela –dijo–, ¿funciona?
–¡Sí! Funciona a la perfección. –No creo que le convenga dar vueltas con la portezuela
abierta. A alta velocidad, el viento podría torcer el marco de la ventanilla.
–Pero la traba no fallaría, ¿verdad? Me miró sin alterarse. –La traba no fallará. Hawthorne carraspeó. –Iba a ofrecer una recorrida a nuestro huésped... Hasta donde yo podía afirmarlo, aún estaba atónito
por el hecho de que la señorita Bristol me hubiera permitido la impresionante
intimidad de llamarla por su nombre de pila. Yo quería prolongar el
momento. –¿Por qué cuero para el retenedor de la tapa de
lubricante? ¿Lo diseñó usted? –Si diseño es la palabra –respondió–. Sugerí cuero
porque sería más fácil, es más barato que el cable de acero, no tiene
límite de fatiga, se puede reemplazar en el campo, cualquier parte,
su instalación no requiere de herramientas especiales, no habrá hebras
afiladas que se rompan cuando se desgaste. Parecía la solución más sencilla
para su problema y, probablemente, la más práctica –hizo una pausa–.
Por supuesto que... –¿Por supuesto qué, señorita Bristol? –pregunté. Ella arrugó el entrecejo, desconcertada. –Por supuesto que usted podría ajustar la tapa
de aceite antes de despegar. –Si sucedió una vez –expliqué– volverá a suceder.
Me quedo con mi retenedor de tapa tal como está, gracias. –No hay por qué –otra vez sonrió, complacida de
que me gustara su diseño. Se inclinó hacia mí, casi susurrando–. Creo
que el señor Hawthorne quiere mostrarle la empresa. –Y yo quiero verla –afirmé–. ¿Algún día me hablará
de CAD? –Será un placer –saludó con la cabeza a mi guía–.
Buenos días, señor Hawthorne. Entonces se volvió y nos dejó a los dos en el pasillo. Hubo un largo silencio; ambos la observábamos. –Bueno, sí –dijo por fin el joven, recobrando la
compostura–. Primero, señor Bach, supongo que le gustaría ver el hangar.
–Puedes decirme Richard. |
CAPÍTULO 8
ien
extendido, completamente relajado en el sofá, frente al fuego, sabía que podía despertar en
cualquier momento. Pero todavía quería descubrir todo lo que pudiera
de ese extraño lugar. No importaba que estuviera dentro de mi mente
o que ésta fuera su vía de acceso, que fuera objetivo o subjetivo. Saunders-Vixen
era tan real, tan imprevisible, su gente me sumergía tan profundamente
en ideas nuevas y dulces misterios, que la explicación física del encuentro
no tenía importancia. En el hangar principal, en el extremo del largo
pasillo, imperaba el sereno estruendo de la fabricación: el chirrido
y el clamor de los tubos de acero, el zumbar de las sierras por aquí;
el movimiento y los restallidos de la tela y las agujas de coser por
allá. Los aeroplanos eran primero como esqueletos e iban tomando forma
gradualmente, a medida que Derek Hawthorne me conducía a lo largo de
la línea. Eran Tiger Moths de Havilland. Pronto descubrí que la Compañía Aviones Saunders-Vixen,
S.R.L., no se dedica a suministrar ideas a diseñadores de aviones en
problemas de un tiempo diferente. Ése es uno de sus servicios, pero
la finalidad de la empresa es construir aviones para comercializar en
su propio tiempo. –Ésta es nuestra línea A –dijo Hawthorne–. Construimos
el avión de entrenamiento Kitten, como ves, el SV-6F. Estos son montajes de fuselaje, por supuesto; si
miras más allá verás que las secciones de ala se unen al proceso bajo
ese gran letrero, en el sector E. Aquí, en Duxford, también construimos
el avión correo Arrow, es decir, el SV-15, y el Empress 21 C, nuestro
bimotor para transporte de pasajeros. Tienen sus propios hangares de
montaje. –¿Todos son biplanos? –Por supuesto. Cuando se quiere algo fuerte, cuando
se quiere algo confiable, lo mejor es un biplano. Al menos eso es lo
que pienso. Mientras caminábamos a lo largo de la línea, vi
cómo iban tomando forma los aviones. De pronto se me ocurrió algo. –¿Los llaman Kitten aquí? Él asintió gravemente. –Los SV6F, sí. Espera a ver cuando subas a uno
para dar una vuelta. Es una maquinita maravillosa. –Pero son Tiger Moths, ¿no? ¿Los que fabrica de
Havilland? Él no me había oído. –Notarás que hemos trasladado el sector central
hacia adelante, para que no sea tan molesto para el instructor entrar
y salir de la cabina. Así obtenemos esa encantadora ala en flecha arriba,
para mantener el centro de presión donde corresponde... –Pero éstos son Tiger Moths, no Kittens, ¿verdad,
Derek? –Son como el señor de Havilland quiera llamarlos
en tu tiempo. Es uno de nuestros clientes, por supuesto, un tipo brillante. –¿Pretendes decirme que Geoffrey de Havilland?
¿Copió? ¿El diseño? ¿De ustedes? ¿Y lo presentó como suyo? Hawthorne frunció el entrecejo. –Nada de eso. Un diseñador lucha con un problema
hasta quedar bestialmente cansado. Se adormece. Sueña despierto. Duerme.
Y de pronto, ¡allí está la solución! La anota en un sobre, en algún
trozo de pergamino que tenga a mano, y ¡problema resuelto! ¿De dónde
supones que vienen las respuestas? Mi voz quedó atrapada en las palabras. –¿De aquí? –Los mejores diseñadores son los que saben cuándo
dejar de fruncir las cejas y relajarse, los que saben cuándo dejar que
un dibujo nuevo use sus manos para colocarse en el papel. –Y los diseños vienen desde aquí. –Desde la CAD, sí.
–¿Desde...? –Crosstime Assistance Division.
División
de Asistencia Transtemporal de Saunders-Vixen Limitada. Es un gran placer
ser de utilidad –me tocó el hombro y señaló los paneles de ala que pasaban
girando en una carretilla empujada por un trabajador vestido de blanco,
con el logo de la empresa bordado en negro–. Mira eso. Las llamamos
“aletas auxiliares móviles”. A baja velocidad esas aletas se abren,
la corriente de aire se desliza hacia arriba detrás de ellas, por sobre
el ala, y en vez de frenar las puntas de ala obtienes más impulso ascendente.
Ingenioso, ¿no te parece? Yo estaba detenido en una idea distinta. –¿De quién es el diseño de esas aviones? ¿De ustedes
o de él? Se volvió hacia mí, empeñado en explicar. –El diseño existe, Richard; la posibilidad de combinar
estos mismos elementos con esta misma interrelación. El diseño de esta
máquina existía desde el mismo momento en que se inició el espacio tiempo.
El primero en dibujar los planos tiene derecho a llamarlo como quiera.
Cada mundo tiene sus propias leyes y sus ideas sobre quién es dueño
de qué cosa; casi todas son diferentes. Frunció el entrecejo, concentrado. –Nosotros llamamos Kitten a este diseño; en nuestro
mundo es un SV-6f de Saunders-Vixen, debidamente patentado y protegido
por ley. Geoffrey de Havilland, en su tiempo, es decir, en lo que tú
denominas tu pasado, le da el nombre de Tiger Moth, patentado por la
Havilland Aireraft Company. Genevieve de la Roche, en su tiempo, lo
llama Papillon, registrado bajo la marca de Avions la Roche. Entiendes,
¿verdad? Es algo sin fin. Hawthorne casi había agotado sus palabras. Me pareció
que le preocupaba que yo, de algún modo, siguiera sin comprender. –El diseño no importa, ¿comprendes? –dijo–. El
diseño es la estructura invisible de una cometa grandiosa; siempre lo
ha sido y siempre lo será, aunque nadie lo descubra. ¡Y vuela como un
zorro! –agregó con una sonrisa–. Como solemos decir por aquí. –Lo haces muy bien, Derek –dije–. En poco tiempo
más es posible que llegue a comprender de qué estás hablando. Me miró por un segundo, con sus ojos azules preocupados.
Una sonrisa rápida. –También yo. Hacia el final de la línea las piezas se unían
para el montaje en el arco iris de los colores escogidos por los clientes.
En algunos, marcas de empresas; en otros, los nombres de sus pilotos
y propietarios; una serie de aviones para entrenamiento con letras en
secuencia, altas mayúsculas de imprenta J, K, L en los timones de cola.
Afuera, el sonido de motores que se ponían en marcha,
aceleraban, volvían a disminuir la velocidad. Pensé en la sensación de llegar un día a la empresa
para recibir el propio biplano de madera y tela, flamante. –Supongo que los motores no son Gipsy Majors de
Rolls-Royce. –¿Qué crees tú? –Que no –contesté. –Usamos el Trevayne Mark 2, Circe. –Por supuesto. Yo lo llamaría un Gipsy Major. –Claro –dijo, solemne. Seguimos conversando sobre los aviones, deteniéndonos
de vez en vez cuando él me señalaba partes ingeniosas de las máquinas,
por si yo no hubiera reparado en ellas. No parecía saber que yo estaba tan fascinado por
su tiempo como por sus aviones. –Esto no
es mil novecientos veintitrés, ¿o sí? Él inclinó la cabeza, desconcertado. –Por supuesto que es mil novecientos veintitrés.
Para nosotros. Es nuestro mil novecientos veintitrés. –El Tiger Moth no fue inventado hasta mil novecientos
treinta y pico. Los primeros años de la década del treinta. –Usa la palabra “descubierto”. Lo de “inventado”,
bueno, suena a... tener un propietario, algo así. El diseño siempre
ha estado allí. –El Tiger Moth no fue descubierto hasta principios
de los años treinta, Derek. ¿Qué está haciendo en mil novecientos veintitrés?
¡No me vas a decir que tu mil novecientos veintitrés es diferente del
mío! –En efecto –confirmó–. Creo que ustedes estuvieron
en guerra. ¿La llaman la gran guerra? Bueno, nosotros no. Muchos de
nosotros la vimos venir y decidimos no participar en ella. Un derroche. No parecía triste al decirlo; comprendí que no
tenía de qué entristecerse. No sabía cómo era la destrucción. –Al declinar la guerra, nos separamos hacia un
tiempo alternativo, donde pudimos concentrarnos en hacer lo que nos
gustaba. En nuestro caso, el de Saunders-Vixen, por supuesto, fue descubrir
diseños de aeroplanos. Por eso algunos de los nuestros aparecieron antes
que los de ustedes, porque no tuvimos que ensuciarnos con aviones de
guerra, ni mataron a nuestros diseñadores en el frente, toda esa basura. –¿Se separaron hacia un tiempo alternativo? –Por supuesto. Sucede a cada instante, la gente
decide cambiar su futuro. Ustedes decidieron no desatar una guerra nuclear,
creo que en su mil novecientos sesenta y tres. Estuvieron cerca, pero
decidieron no hacerlo. Muchos otros tomaron una decisión diferente:
la de que una guerra respondía a sus necesidades. Tiempos distintos:
divergentes, convergentes, paralelos. Los nuestros son paralelos. –Por eso puedo venir de visita. –No. Puedes venir de visita porque te gustan las
mismas cosas que a nosotros. Te gusta andar por ahí en un biplano de
primera. A nosotros nos gusta construirlo. –Así de simple. –Casi –dijo él–. Y somos seguros. –Seguros. –Por cierto –se detuvo ante el ala de un Kitten
amarillo margarita, en el extremo mismo de la línea de producción; sacudió
una mota de polvo invisible de la escarapela británica pintada en el
fuselaje–. Este lugar te atrae porque nos parecemos lo suficiente a
tu propio pasado como para ser conocidos. Aquí no caben dudas de cómo
resultará todo. Este mundo no está por estallar en llamas. Puedes contar
con que el tiempo de Saunders-Vixen siempre tendrá grandes aeródromos
de césped sembrando la campiña, circos aéreos volando de un lado a otro,
llevando pasajeros por pocos chelines el paseo, motores y estructuras
lo bastante simples y sencillas como para que los pilotos puedan arreglarlos
con una o dos llaves inglesas, emparchar un agujero con tela y barniz,
y dejar en casa el diploma de electrónica y física de alta energía. –¿Aquí no puedo matarme volando? –Supongo que es posible. –Lo decía como si nunca
lo hubiera pensado–. De vez en cuando se estrella alguno. Pero nadie
parece salir muy lesionado –se le iluminó la cara–. Nos gusta pensar
que es porque fabricamos un aparato muy bueno. Pasó delante de mí por una puerta del hangar y
un momento después estábamos parpadeando bajo la luz del sol. Era un
espectáculo que se me grabó en la memoria al mismo tiempo que lo evocaba,
como si hubiera estado antes allí. La rampa del aparcamiento de concreto blanco estaba
invadida por el césped, verde como un mar interior, que lamía la superficie
dura. Se extendía a nuestro alrededor en un amplio cuadrado y, a la
distancia, el verde se elevaba en lentas y suaves ondulaciones, acolchadas
por los cultivos, florecidas en robles. Era el paraíso de los pilotos. Cualquiera fuese
la dirección del viento, había hierba suave bajo las ruedas para aterrizar.
Así era la historia antes de que se inventaran las pistas estrechas
con vientos cruzados, una delicia para la vista y el corazón. Habría unos veinte Kittens sobre la dura superficie;
la mayoría, aparatos ya en funcionamiento, que estaban allí para mantenimiento;
algunos, recién sacados de la línea de montaje, esperando al piloto
para su primer vuelo de prueba. Uno decía a lo largo del fuselaje: Escuela
de Pilotos Saunders-Vixen. El instructor y el alumno se estaban instalando
en las dos cabinas; uno le pasaba al otro una carta aérea plegada. Al
otro lado, empequeñeciendo a los aviones de entrenamiento, se destacaba
un elegante biplano con cabina que debía de ser el Empress. Pero más cerca de nosotros se hallaba, con la cubierta
levantada, uno de los últimos aparatos salidos de la línea de producción
Kitten; un mecánico terminaba de regular el carburador y estaba retirando
su caja de herramientas. De pie junto a Hawthorne, esperé a que pusieran
en marcha el motor mientras disfrutaba de la mañana y del momento. –¿Unas vueltas? –dijo el piloto, desde la cabina. Era un aeroplano encantador, un blanco encaje con
galones dorados que salían como flechas a lo largo de las superficies
superiores. En el fuselaje de popa, las letras de registro: G-FMLF. –Las ocho aspas –respondió el inspector, tomando
la hélice negra de madera por un aspa–. ¿Contacto apagado? –Contacto apagado –confirmó el piloto. Hizo girar
la hélice a mano, en el sentido de las agujas del reloj. –Nuestros motores giran en sentido inverso al de
ustedes –dijo Hawthorne casi en un susurro, para explicar algo que podía
resultar extraño al visitante. Inmediatamente se corrigió–. No quiero
decir nuestros Saunders-Vixen, por supuesto, quiero decir nuestros,
británicos. Asentí. Me caía simpático lo que decía ese hombre.
Se cuidaba de aclarar las cosas tanto como podía. –Cuando quiera –dijo el mecánico en tierra. –¡Contacto! Oímos el clac metálico de la llave bajo el guante
del piloto. El mecánico le dio a la hélice una vuelta entera
con energía; surgió una perezosa bocanada de humo de un cilindro, otra,
una o dos revoluciones silenciosas, luego tres cilindros se pusieron
en marcha y, finalmente, los cuatro se encendieron y un humo gris azulado
fue despedido hacia atrás y se fragmentó en el viento espiralado. Observé que el piloto, con su casco de cuero, saludaba
al mecánico con la cabeza y le agradecía por el buen arranque, con los
pulgares hacia arriba, mientras el veloz trueno se disponía a una marcha
lenta y fácil, con alguna pausa de vez en cuando, por el motor aún frío. En ese momento deseé que el tiempo se convirtiera
en cristal, que se detuviera en la mañana fresca, el suave sonido de
la máquina, la promesa del despegue, de un vuelo por sobre esa campiña
encantadora, del regreso a la tierra, un susurro en la hierba. El tiempo, obediente, hizo justamente eso. No llegó
a detenerse, pero todo se puso en cámara lenta, mientras yo saboreaba
el aire, el color, el pequeño avión. Contemplé el disco ancho de la
hélice, un destello solar chispeante de blanco; sentí el sonido de la
madera lustrada contra el aire fresco, arrastré los pies al compás del
lento traqueteo del motor. “Aquí está”, pensé. “En este momento estoy viendo
el magnetismo del vuelo. Los motores de hierro negro y alas de tela,
fáciles de tocar, son un polo. El otro es la vida y la libertad en el
cielo, el aliento del espíritu en nuestras manos.” En ese momento los
vi a ambos, sentí que sus encantamientos tiraban de mi cuerpo. –Ven –susurraban–. ¡Puedes volar! Quería permanecer
eternamente en el marco de ese cuadro pintado. Muy lentamente, el mecánico se acercó otra vez
a la cabina y las dos cabezas se inclinaron sobre el tablero de instrumentos. Luego, poco a poco, el ruido aumentó, el acelerador
hacia adelante, el pequeño Kitten forcejeando contra las cuñas de las
ruedas, el murmullo del aire de la hélice perdido en el grave poder
de un motor a tres cuartos de su velocidad. Se mantuvo así por un largo instante, intensas
ráfagas de viento golpeaban la ropa de trabajo blanca del mecánico y
la inscripción negra Saunders-Vixen entre sus hombros se sacudía hasta
convertirse en un borrón. Por fin el mecánico asintió y lentamente la potencia
se redujo otra vez, con los cuatro cilindros calientes y bien despiertos,
sin interrupciones. Después de un minuto el motor se apagó súbitamente;
la hélice giró por sí sola durante varios segundos, se hizo más lento
el golpeteo apagado de las varillas aceitadas, hasta que finalmente
se detuvo. El piloto se quitó el casco para escuchar mejor
la conversación. La cabellera oscura cayó sobre sus hombros y, preocupada,
pidió al mecánico su veredicto. Parpadeé ante lo inesperado de la escena. –Esto no es el paraíso, ¿verdad, Hawthorne? –No está muy lejos de serlo –respondió –, si te
gustan los aeroplanos. Caminamos hacia el avión de encaje y oro. –¿Cuántas personas de mi tiempo... de otros tiempos
visitan este lugar? Miró hacia arriba por un momento, calculando. –Unos cuantos, en realidad. Quienes disfrutan imaginando,
los que disfrutan del juego, cruzan bastante bien. Claro que, como sabes,
cada vez resulta más fácil. –¿Pilotos todos ellos? –La mayoría. Es de esperar, desde luego. Con Saunders-Vixen
y un aeródromo en el umbral, Duxford es una ciudad de pilotos. Si te
gusta el mar me imagino que aparecerías en Portsmouth, Copenhague o
Marsella –se encogió de hombros–. Como no hace falta pasaporte, cualquiera
a quien le guste puede venir. Unos cuantos deciden quedarse... Dejó morir la frase. –¿Cuando en casa se les hace demasiado difícil? –Yo no diría eso. Después de un tiempo prefieren
estar aquí. Tal vez sea el clima. Lo miré con atención, vi su sonrisa.
–¿Visitas nuestro tiempo alguna vez, Derek? Se echó a reír. –Nunca. Soy demasiado gatito mimoso, diría, para
ese desorden de ustedes. En vez de interrumpir la conversación ante el Kitten
caliente, se volvió de nuevo hacia el hangar, dejó atrás la línea de
montaje, sin que nadie nos echara una mirada. –Tu gira apenas comienza –dijo–. La empresa tiene
secciones que no puedes imaginar. Yo mismo sigo descubriéndolas. –¿Todavía sigues descubriéndolas? –Ante todo hacemos aeroplanos, pero también somos
algo así como una empresa de servicios. Se hizo un largo silencio; esperé a que continuara. –Así que empresa de servicios... –lo aguijoneé. –Resolvemos problemas. –Problemas de diseño de aviones. –Sí, pero no sólo eso. Otros problemas. –Y voy a tener que sacártelo por la fuerza. –Probablemente. Me abrió la puerta, de vuelta al largo pasillo
que conducía a la sala de recepción; el ruido de la fábrica se apagó.
Los aviones pintados en los cuadros del corredor me eran familiares
en su mayoría. Todos eran diseños de Saunders-Vixen. –Tiempo de sobra para descubrimientos –dijo por
fin–. A menos que no pienses regresar. En ese caso no hay nada que averiguar,
¿verdad? Por fin aminoró el paso ante la puerta que decía
CAD. –Un momento –dijo–. Voy a buscar a tu guía de turismo,
fase dos. Mientras aguardaba, estudié las pinturas. Aquí,
un Piper Cub, espejo del mío, el mismo color amarillo intenso, y una
inscripción: Saunders-Vixen K-1,
Chickadee. No había otra diferencia que yo pudiera detectar
examinando la obra, salvo que yo sabía que no era un motor Continental
el que estaba pintado allí, como el que estaba bajo la cubierta de mi
Cub. Si Hawthorne me decía que era un Bumble-Dart de Greeves lo que
propulsaba al Chickadee, yo lo aceptaría sin parpadear. Por fin reapareció. –Parece que la señorita Bristol no está por aquí
–dijo–. Lo lamento. Me condujo a la oficina de recepción. –¿Me guste o no, mi visita ha terminado? –Para ser una primera visita, ha durado mucho tiempo
–contestó, bastante animoso–. Tantas cosas nuevas cansan; pronto te
evaporarás. No hay por qué preocuparse. Cada vez podrás quedarte más,
si quieres. Crucé la puerta que él me abrió para volver a la
oficina. En el mostrador de la recepción había un pequeño
cesto de mimbre con caramelos de menta. –¿Existe aquí alguien llamado Gaines? –pregunté. –Sí, por supuesto–respondió Hawthorne, sobresaltado–.
¿Conoces a Ian? Me quité la chaqueta para devolvérsela a mi anfitrión. –¿Tiene algún proyecto favorito? –En realidad, sí. Es un plan bastante ingenioso
pero muy sencillo. Una luz de color al costado de la pista, en ángulo,
para indicar cuándo alguien desciende demasiado bajo en la pista de
carreteo. Justo el otro día hizo una demostración a la plana mayor de
la empresa. Todos salieron bastante complacidos con el señor Gaines.
Él estaba feliz como un corcho. Quise tomar una menta del mostrador, pero no eran
caramelos. Eran unos objetos pequeños, el logotipo de Saunders-Vixen.
Un óvalo de bronce con una hélice horizontal que atravesaba el centro.
“Bonito”, pensé, “como recuerdo del lugar, para que sea más fácil volver.” –¿Puedo? La mujer del escritorio asintió con la cabeza. –Por supuesto. Pero si usted viene del otro lado,
señor, es probable que eso no pueda cruzar. Los objetos no pasan. Sólo
las cosas de la mente –sonrió–. Así me han dicho. Qué sé yo. –¿Usted nunca ha cruzado? Sacudió la cabeza. –Nací y me crié en Duxford– dijo, y agregó en tono
confidencial–. ¡Y estoy aprendiendo a volar! –¿Quiere que lo acompañe afuera? –preguntó Hawthorne–.
Algunos lo prefieren, otros no. Algunos quieren ver hasta dónde pueden
subir por el sendero antes de esfumarse. Los trucos que puede hacer
la mente son curiosos. –Voy a probar solo –dije–. ¿Estarás aquí la próxima
vez que yo venga? ¿O todo será distinto? –Quédate tranquilo. Aquí estaremos. Claro que apenas
has visto algo. ¿La punta del témpano, como dicen ustedes? En realidad,
somos una gran organización. –La próxima vez –dije–. Hasta entonces. Apreté con fuerza en la mano el logo de bronce.
Si tenía que perderlo no sería por dejarlo escapar. Salí por la puerta que había cruzado menos de una
hora antes, atravesado por una extraña calidez. Ese lugar me gustaba.
Me gustaba mucho. ¿Hasta dónde podría ir? Salí por la acera techada,
bajé los peldaños, y la grava del aparcamiento crujía bajo mis pasos.
Me volví a mirar el edificio una vez más, para fijarlo en la mente.
El hangar gigantesco, las oficinas alineadas, lejos del aeródromo. Me pareció que había visto muy poco. Una sala de
recepción, un pasillo, un hangar, una rampa de aparcamiento. Un vistazo
a la campiña. ¿Por qué la ausencia de Laura Bristol, después de haberse
ofrecido a acompañarme? ¿Cuántas personas trabajan para la empresa y qué
hacen? Una organización de servicios, había dicho Hawthorne. ¿Qué clase
de servicios? Diseños de aviones, sí. ¿Qué más? Regresé a la colina
desde donde se veía el aeródromo. El Kitten de encaje y oro tenía la
cubierta cerrada y el motor en marcha otra vez, un susurro a través
de la distancia; ahora avanzaba hacia el césped, carreteando en su primer
vuelo. La escena no se esfumó. Observé largamente. “La
próxima vez voy a volar”, pensé. Una inspiración profunda para relajar
el cuerpo. Otra para relajar la mente. Otra para... –¡Richard! –una voz de mujer, desde lejos–. ¡Espera,
Richard! Miré camino abajo. Laura Bristol estaba de pie
en el aparcamiento. Cuando me volví, ella agitó la mano. –Sólo un minuto –pidió. Nos encontramos junto al seto que bordeaba el sendero
hacia el hangar. –Discúlpame por no haber estado allí, hace un rato
–dijo–. Había una reunión. Me habría gustado mucho servirte de guía.
–Gracias –respondí–. A mí también me habría gustado.
¿La próxima vez? –Necesito tu consejo. ¿Te importaría, por un momento? –Tantos momentos como se me permita quedarme. Pensé que era una delicia que me invitaran a intercambiar
con esos ojos oscuros algo más que una rápida mirada. –Seré breve –dijo ella–. La empresa me ha ofrecido
un puesto en diseño de discos de presión parcial. Es muy excitante,
pero me gustaría saber si tú... Tú estás más cerca de ese tiempo. Me
pregunto si piensas que podría ser una buena idea. –¿Discos de presión parcial? Temo que eso no me
suena mucho. Sin entristecerse por mi ignorancia, se apresuró
a explicarlo. –Es un sistema de viaje aéreo. Uno controla la
presión sobre la superficie de un disco y la atmósfera empuja el disco
hacia la zona de baja presión. Es posible moverse a muy alta velocidad;
el límite de la velocidad del sonido no es un factor, pues en realidad
el aparato no se mueve por el aire, sino a través de un vacío parcial
en su centro... Me miró a los ojos y se interrumpió. –No viene al caso –dijo–. El hecho es que me han
ofrecido trabajo en una división de la compañía que está a varios siglos
en el futuro. Pero se mantiene paralela a tu tiempo. Se me ocurrió que
podrías decirme si te gusta la época en que vives. Me han dado un rápido
panorama de ese mundo; es muy excitante, pero allí hay mucha tecnología
y reconozco que no estoy tan habituada a eso. Yo habría debido contarle, al menos, un punto fuerte
y uno o dos puntos débiles de la vida en medio de una tecnología más
elevada que la de Duxford, pero hablé antes de que la cortesía se mezclara
con la razón. –No vayas. Sus ojos se dilataron, su cabeza se inclinó interrogativa,
sus labios se entreabrieron con asombro. –No te pedía una decisión, Richard. Esperaba que
pudieras... –¡Qué tonto soy! –dije–. Discúlpame –busqué una
explicación y la expresé de inmediato–. Soy un refugiado de la tecnología,
Laura. Por eso estoy aquí. En el mundo de donde vengo mi pequeño Cub
tiene casi setenta años; es una antigüedad. Todo lo demás... Ella asintió. ¿Hacía falta decir algo más? –Es una gran oportunidad –adujo Laura. –¿Para qué? ¿Una gran oportunidad...? –Para aprender. Crecer. Cambiar. –Piloteas un Kitten, ¿no? Asintió, perpleja. –La empresa se empeña en ayudarnos a volar. Hace
un año que tengo mi licencia clase A. –Así que vas al siglo veintitrés, diseñas sistemas
para discos que se mueven a hipervelocidad. ¿Dónde está el viento? Estudió mi rostro. –Lo echarás de menos –advertí–. El sonido de los
cuatro cilindros y la hélice de madera, el sonido del viento en los
cables. Y echarás de menos esta gente, los que conocen esa música, los
que la construyeron. –Y si me quedo, vas a preguntar, si no voy a ese
siglo, ¿echaré de menos la tecnología? –los ojos oscuros no se apartaban
de los míos. –Preguntaría eso. Suavemente nos tocó la brisa, rozó el césped, alisándolo,
suavizándolo, aquietándolo para que descansara. También la calmó a ella. –Uno ansía lo que el corazón ha negado –dijo. –No necesitabas ningún consejo, ¿verdad, Laura? –Oh, estás muy equivocado –se apresuró a decir.
Luego hizo una pausa, pensativa–. Me has sido muy útil. No lo olvidaré. Para mi sorpresa, se acercó y me besó en la mejilla. –No me tambaleé, pero ésa fue mi sensación, como
si resbalara y cayera de la rama de algún árbol encantado. Indemne pese
al impacto, abrí los ojos. Las brasas del hogar eran plumas grises bajo la
parrilla. Se oía el tictac del viejo reloj. No había pasado ni una hora. La lluvia se inició afuera, con la noche. Mi puño,
bien apretado sobre el logo de bronce, estaba vacío. Al revés que mi
corazón, que estaba extrañamente colmado. Laura Bristol tomaría una
decisión; cualquiera que fuese, sería la elección correcta para ella. Me acerqué al hogar, puse un leño sobre las brasas. Pensé que en cuarenta años de vuelo he conocido
a miles de pilotos, a miles más que aman el cielo. ¿Cuántos habrían
descubierto ese lugar antes que yo? ¿Cuántos, aquí y ahora, se escabullían
hacia Saunders-Vixen por pura diversión, se deslizaban suavemente para
volar en un aire mucho más simple que el nuestro, bajo un sol diferente,
para trabajar en los aparatos que en nuestro tiempo no existían, para
encontrar amigos y amores que les faltaban aquí? A menos que ellos me
lo dijeran, ¿cómo podía yo saber dónde habían estado? Más allá de este cuarto, junto a este minuto, flota
la aldea de Duxford, libre de guerras. Pase lo que pase en mi siglo
veintiuno, a sólo tres inspiraciones de distancia se levantan los hangares
de la Compañía Aviones Saunders-Vixen, S.R.L., a salvo en su año 1923,
un pasado que espera ser mi futuro en cuanto yo imagine el viaje. Allí
viven Derek Hawthorne y Laura Bristol, junto a otras personas que todavía
no conozco: mecánicos y empresarios, diseñadores y pilotos, de los que
aún tengo mucho que aprender. Hawthorne tenía razón: nuestro mundo es un desorden,
no es el lugar para los gatitos mimosos. Pero de algún modo, me alegro de haber descubierto
su tierra, me alegro de poder elegir.
FIN |
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